Chacarera de Santiago... De Chile (Parte 1)

Santiago sorprende. Fue hace ya tiempo (tres años) y recién lo estoy digiriendo, al parecer.

Para llegar a Chile, de acá sales en el verano caluroso y llegas al frío andino después de un viaje mata-piernas, que termina siendo bastante llevadero entre que llenas promesas legales de que no introduces especies exóticas o cosas raras a Chile y te ofrecen vino de ese que, dicen los que saben, es de los mejores de América.

Una ciudad donde el metro en la noche es más caro que en el día; sus boletos son del tamaño de una tarjeta de crédito y tienen promociones, impresas en ellos, para comer en restaurantes de comida rápida (sí sí, de esos que los amantes del activismo y lucha social tildan de “cerdos imperialistas”). Al entrar tienes que esperar (lo digo porque me costó varios viajes captarlo) a que la maquinita de los boletos te imprima la fecha y hora de tu viaje para después regresártelo; al pensarlo es bastante obvio: si tienen promociones, sería ilógico que no pudieras conservar tu boleto. Los desafortunados usuarios que llegaron a ver mi síndrome de viajero tarado, aguantaron muy bien la risa e incluso me explicaron, después de disfrutar el espectáculo del turista y la puerta de acceso, claro.

Los policías son carabineros y el frío del verano santiagueño es diferente, un poco más montañés.

¿Allá sí los respetarán?, por lo menos ya tienen su monumento

Santiago sorprende porque, para un chilango apegado a las dogmáticas concepciones de que vivimos en la ciudad más poblada y contaminada del mundo, conflictúa ver cómo otro sitio puede tener una cortina de humo y porquería tan densa. Y da un sentimiento raro, como de pertenencia.


Con un frío de esos que hacen a la gente vestir gabardinas largas y bufandas, me invitaban un chocognac, y me explicaban cómo era que, debido a que Santiago era un hoyo (como si no supiera lo que es un valle), el smog no salía de la ciudad y los obligaba, desde tiempos inmemoriales, a vivir con un plan permanente de contingencia.

Subíamos un cerro, y yo la verdad menosprecié, pero era evidente que me llevaban a un lugar del que se sentían orgullosos y por lo tanto “algo tendría que tener”. Subíamos, subíamos y subíamos, hacia más frio, caía un aguanieve inédita en mi vida y yo me distraía con los árboles sin hojas que había alrededor.

Después de media hora de caminata, volteé al frente y conocí el blanco. Nieve había visto ya en nuestro nevado de Toluca, la mujer dormida, y hace varios años en el Ajusco. Pero ni esas llegaron a ofrecerme una vista cordillera como los Andes (y nunca lo harían, en realidad, porque no son cordilleras). Es impactante el contraste, que ni en la mejor foto con la mejor cámara ni la mejor iluminación pueden registrar. Levantar la cara y ver ese color, luego voltear y seguirlo viendo hasta que ya no da la vista, es algo para recordar. Después del shock, me fijé en los detalles: una escena con el cielo de un azul que tenía días sin ver, abajo el impactante blanco de los Andes y debajo de eso la nata de la ciudad (por algo no había visto el azul del cielo).

Arriba Andes y nieve, abajo smog denso denso.

Bajando, después de ver de lejos la contaminación, la nieve de los andes y probar la mezcla de chocolate caliente con cognac, conocí el barrio de San Carlos de Apoquindo, famoso por ser de los de familias más adineradas de Santiago, con la Universidad Católica llena de pintas de Alto al cruel ensayo con animales y, de nuevo, con nubes bajas mezcladas de contaminación y el frío de Santiago.

Bastante pintoresco, lástima que soy un pésimo fotógrafo.



Ah, y el título, como alguna canción de Les Luthiers. Aunque ellos hablaban de Santiago del Estero. Pero poco me importó, como se puede ver.

Pronto la parte 2

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